jueves, 24 de junio de 2010

Uniones homosexuales: la gran Mentira





Publicado por el Semanario Cristo Hoy.

Estamos asistiendo en Argentina a un intento de legalización de las uniones homosexuales, con la pretensión de su equiparación al matrimonio civil. Bajo el argumento de la “no discriminación”, se intenta modificar el concepto de matrimonio, de tal modo que sea indiferente el hecho de que sea contraído por personas del mismo o de distinto sexo. Con ello se alcanzaría la superación de antiguos prejuicios que pesarían sobre la sexualidad y el matrimonio; y se daría a las personas homosexuales la igualdad de trato que se merecen, eliminando cualquier tipo de injusta separación.

Muchas personas piensan que se trata de reconocer ciertos derechos a otros, y por eso todos deberían estar de acuerdo con esta iniciativa, sobre todo porque piensan: “ A mí no me afecta”. Sin embargo, nos hallamos ante un hecho de gravísimas consecuencias. Pues la pretendida redefinición del matrimonio implica un ataque de suma violencia contra la familia, ya tan degradada en nuestro tiempo, y sin duda la aprobación de una ley de esas características produciría un grave daño a la sociedad argentina.

Aparece como telón de fondo la idea de que la homosexualidad es algo muy difundido, un fenómeno que hasta ahora ha sido reprimido y que sale a la luz con una fuerza nueva como algo normal o al menos libre. En realidad, hay poderosos grupos de presión que pretenden instalar el tema como una cuestión prioritaria, siendo así que se encuentra bastante lejos de las necesidades y preocupaciones básicas de la gran mayoría de los argentinos.

Igualmente, se pretende afirmar que quienes se oponen a la legalización de las uniones homosexuales se basan en prejuicios de orden religioso, los cuales no podrían ser impuestos a las personas que no comparten esas creencias. Este es el engaño de base de la argumentación de los grupos de presión gay. Por ello, vamos a demostrar que la legalización de las uniones homosexuales es inadmisible, por razones que hacen estrictamente a la dignidad de la persona humana. Lo haremos, en primer lugar, desmontando tres mentiras que están a la base de la argumentación pro gay y luego recordando una serie de principios básicos que sostienen nuestra propia posición.

Primera mentira


La equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad


¿Ud. Quiere té o café?, ¿prefiere pollo o pescado?, ¿es homosexual o heterosexual? La primera gran mentira de la posición favorable a la legalización de las uniones gay es la equiparación de hecho de la homosexualidad a la heterosexual. La ideología llamada “ del género” pretende que la orientación sexual de las personas es una cuestión cultural y en definitiva cada uno es libre de elegir entre ser homosexual o ser heterosexual. Ello se fundamenta en una visión equivocada de la naturaleza humana (a la que se considera constituida por una libertad absoluta), de la sexualidad ( que se ve como la capacidad de hacer lo que absolutamente uno quiera, en tanto no perjudique los derechos de los demás). De esa manera, tan normal sería una cosa como la otra.


Con poco que utilicemos nuestra razón, se nos hace notoria la falacia de esta argumentación. La persona no es libertad absoluta, sino que tiene una serie de dones básicos que la constituyen y que no puede modificar. La sexualidad es uno de esos dones, y realiza fines mucho más altos que la mera satisfacción física. La libertad es la capacidad de elegir y obrar el bien, y no la arbitrariedad caprichosa que permite saltar toda norma. Dicho esto, examinemos seis razones por las que la homosexualidad no se puede equiparar a la heterosexualidad.


La heterosexualidad se basa en la complementariedad física entre el varón y la mujer, en tanto que la homosexualidad debe recurrir a instrumentos artificiales o vincular las personas a través de miembros u órganos no aptos para ello, lo cual implica ya una degradación, además de favorecer la propagación de enfermedades de transmisión sexual.


La heterosexualidad está naturalmente abierta a la comunicación de la vida, y por lo tanto a recibir una nueva persona en el mundo. En la relación heterosexual el varón y la mujer pueden encontrar un gozo superior en la procreación. Dicho gozo revela la plenitud de su acto de unión. En cambio, la relación homosexual es radicalmente estéril y cerrada en sí misma a la comunicación de la vida.


La relación varón mujer da lugar a una unidad y una complementariedad no sólo desde el punto de vista físico, sino también desde el punto de vista psicológico y espiritual. Dos personalidades sanas, masculina y femenina, al encontrase producen una unidad nueva. El y ella juntos, cada uno con sus rasgos psicológicos y espirituales, dan lugar a una entidad superior. Varón y mujer unidos pueden decir “somos mucho más que dos”. La relación homosexual, por su parte, carece de esa condición de complementariedad, no constituye esa unidad superior, como dos zapatos del mismo pie no hacen un par.


La pareja heterosexual, por esa unidad psicológica y espiritual, se constituye en el principio educativo más adecuado para la recta formación de los hijos. Está comprobado científicamente que los hijos educados por progenitores heterosexuales que viven unidos, en igualdad de las circunstancias, tienen menos patologías y desviaciones de orden psicológico que los que son criados por madres o padres solos o por parejas homosexuales. Ello es lógica consecuencia de los valores humanos que encarna la unión heterosexual estable frente al fenómeno antropológicamente mucho más pobre y vacío de la unión homosexual.


La heterosexualidad es la condición psicológica natural del varón o la mujer que, desde la adolescencia, despierta el atractivo espontáneo por el otro sexo como la promesa de una plenitud en el amor. La homosexualidad, en cambio, frecuentemente tiene como origen una experiencia de abuso sexual sufrido en la infancia, o revela o procede de otros rasgos de inestabilidad e inmadurez física y sobre todo psicológica.


La relación varón mujer está llamada naturalmente a la estabilidad y en general la realiza, más allá de que, debido a la corrupción moral de la sociedad y los ataques contra la familia, se haya incrementado el número de separaciones. La estabilidad es una de las condiciones esenciales de la felicidad que todo ser humano busca como objetivo principal de su vida. Las relaciones homosexuales, en cambio, son frecuentemente pasajeras e inestables; a pesar de ciertas excepciones más duraderas, que suelen ser llamativamente publicitadas por los grupos de presión homosexual, no alcanzan estabilidad, y frecuentemente se asocian a fenómenos de promiscuidad y comercio sexual.


Con todo esto, resulta claro que la equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad es errada y discriminatoria, pues pretende igualar dos situaciones que son radicalmente disímiles. Una, la heterosexualidad, es humana y socialmente fructífera, en tanto, que la otra, la homosexualidad, es en sí misma estéril, más allá de los eventuales elementos afectivos que se puedan encontrar en las uniones homosexuales. En efecto, en la relación homosexual puede haber amor. Pero no todo amor vale lo mismo. No todo amor es recto; no todo amor es humanamente digno; no todo amor es auténtico y fructífero.

Segunda mentira



La pretensión de derechos y la supuesta “discriminación”


Todo ser humano es persona. Por el solo hecho de serlo goza de una dignidad. Y esa dignidad es respetada y protegida cuando se le reconocen sus derechos. Los derechos humanos se fundamentan en la ley natural, que consiste en que todo ser humano reconoce como bueno y debido por el solo hecho de ser humano, por la luz natural de su razón. Todo ser humano es sujeto de esos derechos y quienes deben reconocérselos son el Estado, los demás, la sociedad en general.


Los derechos, sin embargo, no son ilimitados. Cada derecho implica un deber. El ser humano no es un individuo aislado que pueda reivindicar indefinidamente un número cada vez mayor de “derechos” con el solo fin de satisfacer su egoísmo. El ser humano está llamado a realizar su dignidad por medio de su libertad. Los derechos y libertades, entonces, apuntan a la plena realización de la persona, que incluye, necesariamente, la promoción social.


Por ello, cada derecho implica correlativamente un compromiso con la sociedad. Por ejemplo, hay un derecho al matrimonio. Ese derecho significa el compromiso del Estado y de la sociedad de proteger y favorecer la unión de varón y mujer, que, como vimos más arria, realiza una serie de fines y bienes altamente beneficiosos para la sociedad. Correlativamente, existe el deber de cumplir las obligaciones del matrimonio, que no se rigen sólo hacia el cónyuge y los hijos, sino también hacia la misma sociedad. En efecto, de la unidad familiar y la recta formación de los hijos es de donde se nutre la subsistencia, cohesión y salud de la sociedad.


¿Puede haber análogamente un derecho a la legalización de la unión homosexual? Las personas homosexuales, en tanto personas libres, pueden hacer de su vida privada lo que quieran. Pero no pueden requerir del Estado un “derecho al matrimonio”, en tanto su unión, en sí, no realiza ningún aporte a la sociedad; ni tampoco necesita de la ayuda del Estado para realizarse o sostenerse, dado que se basa en la voluntad privada y revocable de dos personas.


Los eventuales derechos que pudieran ser reivindicados desde el punto de vista social ( por ejemplo, pensión, obra social, etc. ), pueden obtenerse por otros medios, sin necesidad de ningún reconocimiento social de dicha unión. Al contrario, sería injusto proveer de ese reconocimiento y de esas facilidades a las parejas homosexuales, sin atender a otras situaciones en las que también se podrían reivindicar análogos derechos ( por ejemplo, la convivencia de dos personas que son amigos, parientes o que simplemente comparten el mismo techo, pero sin un vínculo de naturaleza sexual).


La no discriminación no sólo significa dar igualdad de derechos a los iguales; sino también reconocer la desigualdad que existe entre los desiguales. Por eso no es discriminatorio el que un médico tenga autorización para curar, y uno que no es médico no la tenga; que uno que tiene licencia de conducir pueda circular en su vehículo por la ciudad, y el que no la tenga, no pueda hacerlo; que un varón y una mujer puedan casarse, y dos varones, o dos mujeres, no puedan hacerlo. La no discriminación de las personas homosexuales, pasa entonces, por el reconocimiento de su dignidad como personas y el respeto de su libertad, que no puede ser coaccionada, pero no puede pasar por la aceptación de sus posiciones ideológicas o de sus reclamos injustificados. Igual que nadie es discriminado por el hecho de que no se haga lugar a una pretensión que se revela carente de fundamentación.

Tercera mentira



La adopción como un derecho de las parejas homosexuales.


El ser humano experimenta muchas necesidades. La sociedad de consumo nos ha acostumbrado a satisfacerlas todas, especialmente desde el punto de vista material. Y a veces las experiencias humanas más elevadas se ven como meras necesidades que han de ser satisfechas.


Así, nos encontramos con personas que experimentan la necesidad de “tener un hijo” casi como se tiene una planta o un animal doméstico. Ello genera a veces una procreación irresponsable, o una serie de prácticas aberrantes que desembocan en la “producción” de seres humanos a través de medios artificiales, rebajando la dignidad de la persona y de la procreación.


El ser humano es un don para los otros y la sociedad. Respecto a un don, no existe derecho; hay que recibirlo con apertura de corazón, generosidad y gratitud. Si en la adopción hay algún derecho, es prioritariamente el derecho del niño, que, por diversas circunstancias, se halla privado del ámbito natural y digno donde crecer y ser formado: la familia constituida por la unión del varón y la mujer. Si la adopción existe como un derecho para las parejas heterosexuales, ello se debe a que dichas parejas son naturalmente aptas para brindar al niño el derecho que a él compete. Tienen la capacidad natural para recibirlo como hijo. Y deben acreditar otras capacidades (ciertas condiciones mínimas de normalidad desde el punto de vista social y económico). Realizan su inclinación a la paternidad y maternidad de esta manera porque no pueden llevarla a cabo de modo natural. En el caso de la unión homosexual, en cambio, los que conviven no quieren abrirse a la comunicación de la vida, por la misma naturaleza de la unión. Ello marca una diferencia radical que hace que la institución de la adopción, de por sí orientada al bien del niño, no deba ser un derecho por igual para la pareja heterosexual y para las parejas homosexuales o las personas solas.


La adopción, por otra parte, es un acto de amor en el que se procura restituir al niño lo que ha perdido: la unión de su padre y de su madre como principio constitutivo de vida, del amor y de la educación. Dado que la unión homosexual, como hemos visto, no realiza esa unidad complementaria, resulta claro que una pareja homosexual no puede proveer al niño de aquello que necesita para formarse como persona. En esto no alcanzan las buenas intenciones que pueden animar a las personas homosexuales que desean adoptar niños.


A ello se sume el hecho de que la educación es un proceso delicado, en el que el niño debe recibir los elementos que provienen de dos principios complementarios: la autoridad, los límites, la seguridad que encarna el padre, y la ternura, la protección, la acogida que encarna la madre. Cuando un progenitor debe, por diversas razones, educar solo a su hijo dice: “Tengo que hacer de padre y madre”. Y con ello queda claro que sólo debe realizar doble trabajo, sino que también debe cumplir dos funciones distintas, siendo que para una de las dos no está dotado naturalmente. De lo cual resulta claro que una pareja homosexual no es apta para brindar al hijo adoptivo lo que él necesita. ¿A quién dirá papá? ¿A quién dirá mamá?


La posibilidad de la adopción es quizá uno de los factores que remueven la conciencia de muchas personas en contra de la legalización de las uniones gay. Es por ello que algunos afirman estar a favor de dicha legalización pero sin posibilidad de adopción. Esta posición es absurda: si se reconoce el “derecho” a una unión que se llama “matrimonio”, no se ve en base a qué se podría negar la adopción a las parejas homosexuales que la pidieran. Y si se niega la adopción, se está reconociendo implícitamente que la pareja homosexual no realiza los bienes y fines humanos a los que la persona está llamada por su condición sexual.

Lo que está en la base





Es preciso detenernos ahora en algunos presupuestos que están a la base de las argumentaciones que hemos utilizado. Entre ellos los más importantes son los siguientes.


Visión de la persona


En el debate nos encontramos, en el fondo, con dos visiones diferentes de la persona.


Quienes defienden la legalización de las uniones homosexuales conciben a la persona como un ser constituido básicamente por su libertad. La realización de la persona consiste en poder hacer todo lo que quiera. Las únicas limitaciones que puede admitir son las que derivan necesariamente de la convivencia social. La persona así concebida es un centro de deseos virtualmente ilimitados. Tiene que poder realizarlos todos. No reconoce razones éticas de fondo que le pongan trabas a la realización de esos deseos. Por ello es un ser fundamentalmente rebelde contra las normas. Y busca liberarse de toda norma que imponga una constricción a sus deseos. En el caso de la legalización de las uniones gay, no está tan sólo la reivindicación de la libertad de llevar una conducta homosexual, sino el reconocimiento social y jurídico de dicha conducta.


Quienes nos oponemos a la legalización de las uniones gay, tenemos otra visión del hombre.


La persona es un ser constituido por su naturaleza. La naturaleza nos provee de muchos y variados dones, entre los cuales se encuentra la propia condición sexual, masculina o femenina, con toda la riqueza de sus valores. Aceptar la propia identidad sexual es esencial para la madurez personal. Y la persona alcanza su plena realización en el respeto y el desarrollo armónico de esos dones naturales. La libertad no se hace plena por realizar todos sus deseos, sino en la medida en que se compromete con el verdadero bien


Visión de la libertad. La araña y el suicida.


La libertad es una prerrogativa celosamente cuidada por los hombres de hoy, que sienten que cada vez pueden disponer más de su tiempo, su cuerpo, sus posibilidades, sus emociones, sus afectos.


Sin embargo, hay muchos modelos distintos de libertad. Y no todos son igualmente beneficiosos para el ser humano; hay libertades que destruyen. Y también libertades que plenifican y que realizan a la persona.


Estos distintos modos de vivir la libertad se pueden reducir a los que yo llamaría la libertad de la araña y la libertad del suicida.


La libertad del suicida: figurémonos a un hombre que se arroja de un décimo piso o de un avión sin paracaídas. Su situación es de una libertad extrema: está totalmente exento de toda atadura o condicionamiento. Mientras dure el tiempo de la aceleración que finalmente lo llevará a dar contra la tierra, parece el prototipo de la libertad, pues va por el espacio sin ninguna clase de ataduras. Y si por un imposible alguien lograse enlazarlo en el aire, para evitar que siguiera su carrera hasta el suelo, se sentiría sin duda molesto y disgustado por el tirón que le impediría continuar su vuelo.


Cuando el hombre de hoy rompe con las tradiciones culturales, con los vínculos naturales, con las prescripciones religiosas, con los códigos éticos, con las normas morales, conquista la libertad del suicida, que sólo puede desembocar en su autodestrucción. Y cuando un pueblo entero desconoce los valores que lo han sustentado como tal, la autodestrucción puede ser masiva: ¿cuándo reconoceremos la magnitud de los daños causados por la pérdida de los valores morales, la aniquilación de la familia, la propagación de una mentalidad hedonista, la corrupción social, política y económica, la droga, el alcohol, el desenfreno sexual? ¿ Qué nuevos daños pueden provenir de la pretensión actual de “redefinir el matrimonio”, disolviendo las estructuras más básicas de la vida humana y social?


La libertad de la araña: la araña teje su tela con paciencia y constancia y de esa manera genera el ámbito de una libertad diferente. Cada línea de la telaraña es una posibilidad nueva de adhesión al árbol o a la piedra que la sustenta, es una oportunidad de movilizarse, es una ocasión para capturar el alimento necesario. Y cuantas más sean las líneas de la tela, tanto mayor será la calidad de la libertad. Los vínculos no quitan la libertad a la araña: al contrario, se la dan. Una visión madura y equilibrada del mundo y de la vida propone al hombre una libertad potencializada por los vínculos que lo ligan a Dios, a las otras personas, a las mismas cosas.


Esos vínculos le vienen dados ( en su raíz) por su naturaleza inteligente y libre; pero necesariamente han de ser reforzados por decisiones propias y por adquisición de hábitos. La araña sabe tejer por instinto, pero el ser humano no establece sus vínculos si no es por propia voluntad y mediante un laborioso aprendizaje. Hay que aprender a crear y a mantener los vínculos que nos hacen libres. La liberación, entonces, no es tan sólo quitar las cadenas que nos esclavizan, sino también establecer las líneas de la tela que nos proyectan. Entre ellas, las instituciones fundamentales de la sociedad: el matrimonio y la familia. Destruirlas en nombre de la libertad, no es aumentar la libertad: es condenar la sociedad al suicidio.


La visión de la sexualidad.


En nuestra cultura se ha ido imponiendo una mentalidad en la que se considera que la sexualidad es una función esencialmente orientada a la satisfacción del individuo. No importa si es solo, o con otro u otra, no importa si es una relación abierta o cerrada a la procreación, no importa si es estable o pasajera, no importa si se realiza jurídicamente o es un simple asunto privado. Lo único que importa es pasarla bien, mientras dure. Se produce así un vaciamiento de la sexualidad, de sus valores fundamentales, de los fines más nobles que está llamada a realizar.


En una visión acorde con la dignidad de la persona humana, la sexualidad es una dimensión personal de primer orden, que tiene unos determinados parámetros, está llamada a desarrollarse en una dinámica precisa, y que apunta a ciertos fines de capital importancia.


La sexualidad no es una mera condición física, sino que afecta al conjunto de la persona. Cada uno de nosotros tiene en su masculinidad o femineidad la posibilidad de realizarse plenamente en el amor, por medio de la unión interpersonal y exclusiva con otra persona de distinto sexo. En ese sentido, la sexualidad humana está orientada de manera esencial a la conyugalidad. Cada varón es potencialmente esposo y eventualmente madre. La realización de esos fines implica el respeto de ciertas pautas. Pues la sexualidad es también una fuerza que con facilidad se desborda y a veces nos lleva donde no conviene. Por lo tanto, la sexualidad debe reconocer límites y normas, no como una represión antinatural, sino como los cauces para la realización de la persona en plenitud.


Y esa plenitud se encuentra en la unión estable, socialmente reconocida, y abierta a la comunicación de la vida, de un varón y una mujer que se aman con amor exclusivo. Otras realizaciones de la vida sexual (autoerotismo, homosexualidad, amor libre, y un largo etcétera) frustran esos fines y bienes esenciales ( en mayor o menor medida) y provocan, de una manera u otra, diversos problemas de orden afectivo, psicológico, familiar, social y económico.


Es por lo tanto esencial tomar conciencia de estos valores y fines propios de la sexualidad humana, para respetarlos y promoverlos en orden a una auténtica realización de la persona.


El papel de las leyes


Las leyes cumplen un papel destacado en la sociedad. Son las reglas de juego de la convivencia entre los hombres. No sólo marcan los límites que no se deben transgredir para no causar daño a otros. También significan un proyecto de vida; un proyecto de sociedad, de patria, de comunidad.


Hay leyes que son especialmente importantes dentro de la vida de la sociedad. Y entre ellas se encuentran sin duda las leyes sobre el matrimonio. Son leyes de fundamento; sin ellas caen, todo el conjunto de la estructura social se ve amenazado.


Redefinir el matrimonio mediante una ley significaría modificar las bases mismas de la vida social. La comunidad matrimonial, que está a la base de la convivencia y del desarrollo de una sociedad, sería equiparada a uniones que en sí no fundamentan nada. No es difícil imaginar las consecuencias que a largo plazo se seguirían de semejante opción: una sociedad en la que cada vez predominará más el individualismo, la falta de compromiso, la disolución familiar, el vacío de valores y la idea de que todas las opciones, por arbitrarias que parezcan, valen exactamente lo mismo.


Las leyes no deben hacerse sólo para defender derechos individuales. Las leyes educan, marcan causes, crean conciencia. Si una ley pone a la par dos realidades tan dispares como son el matrimonio y las uniones homosexuales, será una ley antisocial. Una ley injusta y discriminatoria. Y una ley cuya responsabilidad pesará sobre la conciencia de los legisladores que la hayan promovido y votado.


Ante este tipo de leyes, la ética reconoce el derecho y el deber de la “objeción de conciencia”. Básicamente, dicha objeción consiste en que, aun en contra de una ley, uno puede y debe abstenerse de realizar los actos que van contra las propias convicciones éticas. Dicha objeción se convierte en un testimonio que pone de manifiesto la injusticia de una determinada norma y sirve como protesta que permita a corto o largo plazo la abolición de la ley injusta. Si llegara el caso de la aprobación definitiva de una ley que equiparase el matrimonio civil a las uniones homosexuales, los oficiales del registro civil y otros funcionarios análogos tendrían el deber de ejercer la objeción de conciencia.

Visión sintética de los argumentos expuestos



La Cámara de Diputados de la nación acaba de aprobar un proyecto de ley por el que se equiparan las uniones homosexuales al matrimonio civil. Esto es, se redefine el matrimonio de tal manera que resulta indiferente el que sea llevado a cabo entre personas del mismo o de distinto sexo. Tal decisión es profundamente contraria a la dignidad de la persona humana. En efecto, los seres humanos gozamos de una dignidad que se manifiesta, entre otras cosas, en la realización de ciertos bienes específicos. Entre ellos, uno de los más importantes es el que se lleva a cabo en la unión del varón y la mujer a través de la institución del matrimonio. Por esta unión, el varón y la mujer realizan uno de los ideales interpersonales más altos, es decir, la plena complementariedad a nivel físico, psicológico y espiritual, a la vez que la procreación introducen de modo digno en el mundo a los hijos. Constituidos en unidad por el vínculo matrimonial, no sólo aportan a la sociedad la multiplicación material de sus miembros, sino que están llamados a ser, en la complementariedad de su unión, la verdadera y decisiva fuerza educativa de la prole. En definitiva, la unión familiar establecida a través del legítimo matrimonio entre varón y mujer resulta ser el fundamento mismo de la convivencia civil y la fuente de la vitalidad y salud social.


Ninguno de esos bienes y fines se realiza en la unión homosexual. Sin juzgar las causas y los motivos del comportamiento homosexual, resulta claro que no se da en dicho comportamiento ni la complementariedad, ni la apertura a la procreación de modo digno y humano, ni la capacidad educativa basada en la acción combinada de las potencialidades masculina y femenina. Por lo tanto, sancionar por ley una equiparación de la unión homosexual al matrimonio civil entre varón y mujer es claramente injusto y discriminatorio, dado que pretende la equiparación jurídica entre una opción que en sí misma no realiza ningún aporte a la sociedad y una institución socialmente justa y beneficiosa como el matrimonio.

Por otra parte, los derechos de las personas homosexuales, en tanto que personas individuales, quedan debidamente asegurados por las leyes, sin necesidad de generar un instituto legal como el que se pretende.

Finalmente, de todo lo expresado resulta claro que la oposición a la equiparación de las uniones homosexuales con el matrimonio no se da por motivos partidistas o religiosos, sino por razones de índole antropológica, basadas en la dignidad de la persona humana, habida cuenta de todos sus constitutivos esenciales y su proyección hacia una plena realización individual e interpersonal.

Padre Dr. Amadeo Tonello

sábado, 19 de junio de 2010

viernes, 18 de junio de 2010

Iglesia y pecado


Publicado en Cristo Hoy


Se le preguntó a Mons. Fulton Sheen, el conocidísimo obispo de la televisión norteamericana: ¨¿Cuál nos diría usted que es el peor mal que padecemos hoy?¨. Y él contestó: ¨ Lo peor del mundo no es el pecado; es la negación del pecado por la conciencia torcida¨. Coincidía con el Papa Pío XII, quien había dicho a Norteamérica en un mensaje radial estas palabras tan conocidas y tan repetidas: ¨El mundo ha perdido la noción del pecado¨.

Nosotros podemos ver que perder la noción del pecado es cosa muy grave, pero es mucho peor el negarlo positivamente llevados por una conciencia torcida.

Hoy nos hemos ido de un extremo a otro en un asunto tan grave como es el de la culpa ante Dios. Antes, se hablaba demasiado en el sentido de que toda la vida cristiana se reducía a tener miedo al pecado y a sus castigos. Ahora, nos hemos ido al extremo contrario: no se habla nunca de ello, y muchos viven tan felices como si no hubiera Legislador que dicta normas, que pide cuentas y que sanciona los desvíos. hacen temblar las palabras del filósofo Nietzsche cuando dice: ¨ Hay que acabar con la conciencia de pecado y de castigo, que son la plaga mayor del mundo¨. Cuando ya no haya conciencia del mal, habrá remordimiento, y, con el remordimiento, estará también, como una gracia grande, la vuelta a Dios.


Pbro. Dr. Jorge A. Gandur