martes, 10 de diciembre de 2013

Lo que Mons. Lefebvre pensaba en sus propias palabras al Papa






Una carta de Mons. Lefebvre a Juan Pablo II del 8 de marzo de 1980 (“Une historie à écrire”, Sodalitium nº 17, pág. 22), resume claramente los motivos que impulsaron a Mons. Lefebvre a sostener su postura:
“Santo Padre:

Para poner fin a las dudas que se propagan (…) concernientes a mi actitud y a mi pensamiento respecto del Papa, el Concilio y el Novus Ordo de la Misa y temiendo que estas dudas lleguen hasta Vuestra Santidad, me permito afirmar nuevamente lo que siempre he expresado:
1) Que no tengo ninguna duda acerca de la legitimidad y validez de Vuestra elección y que en consecuencia, no puedo tolerar que no se dirijan a Dios las oraciones prescriptas por la Santa Iglesia por Vuestra Santidad. Ya he tenido que reprimir estas ideas y sigo haciéndolo en las confrontaciones con algunos seminaristas y sacerdotes que se han dejado influenciar por eclesiásticos ajenos a la Fraternidad.
2) Que estoy plenamente de acuerdo con el juicio que Vuestra Santidad ha dado respecto del Concilio Vaticano II el 6 de noviembre de 1978 en la reunión del Sacro Colegio: ‘Que el Concilio debe comprenderse a la luz de toda la Santa Tradición y sobre la base del magisterio constante de la Santa Iglesia’.
3) En cuanto a la Misa del Novus Ordo, pese a todas las reservas que se deben hacer al respecto, jamás he afirmado que en sí sea inválida o herética.
Daré gracias a Dios y a Vuestra Santidad si estas declaraciones pudieran permitir la libre aplicación de la liturgia tradicional y el reconocimiento por parte de la Iglesia de la Fraternidad San Pío X como la de todos aquellos que, firmando esta declaración, están empeñados en salvar a la Iglesia perpetuando su Tradición.
Que Vuestra Santidad se digne aceptar mis sentimientos de profundo y filial respeto en Cristo y María”.

Mons. Marcel Lefbvre



NOTA: Esta publicación no pretende ser una reivindicación de las acciones de Mons. Lefebvre. Quien publica, se somete con obediencia filial a la Santa Sede.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Vaticano II: ¿Revolución o síntesis entre tradición y novedad?




Sobre lo que sucedió en el Concilio Vaticano II y sobre todo sobre las confusas interpretaciones del postconcilio, se está desarrollando un debate intenso con artículos, libros, discursos.

A la pregunta sobre si el Vaticano II ha sido una revolución o una síntesis entre tradición y novedad, ha respondido monseñor Agostino Marchetto, secretario del Consejo Pontificio para la pastoral de los migrantes.

Lo ha hecho en el libro “Il Concilio Vaticano II: contrappunto alla sua storia” [“El Concilio Vaticano II: contrapunto a su historia”], cuya edición rusa presentó el 23 de noviembre en Moscú, en el Centro Cultural “Biblioteca del Espíritu”.

Se trata de un análisis crítico de la historiografía del Concilio Vaticano II, publicada por la editorial Biblioteca dello Spirito.

La idea central del autor, argumentada en diversos capítulos del libro, es la superación de una visión del Concilio, muy extendida, según la cual éste sería un evento “revolucionario” que rompió la continuidad de la tradición eclesial.

El autor insiste en cambio en la “correcta interpretación” de las fuentes históricas del Vaticano II y demuestra que el Concilio, que ha tenido una importancia inmensa para la Iglesia católica en la segunda mitad del siglo XX, no representa una ruptura con la tradición, sino que “conjuga lo nuevo y lo antiguo, tradición y apertura a la novedad, conservando la continuidad de la fe y encarnándola como es debido en la contemporaneidad”.

El libro de Marchetto constituye un estudio cuidadoso y crítico de la historiografía del Vaticano II que hace de contrapunto a la llamada “Escuela de Bolonia”.

Ésta se caracteriza, observa Marchetto, por una ideologización que, por otro lado, no ha contribuido a hacer solvente a la Iglesia católica entre los cristianos de otras confesiones.

“Los ortodoxos que han leído los libros de la “Escuela de Bolonia” han quedado desconcertados -precisó- . Han recogido un juicio inequívocamente negativo sobre la Iglesia católica, que se presenta a sus ojos como modernista”.

Monseñor Marchetto ha dicho conocer algunos ortodoxos que sostienen que hoy el Papa Benedicto XVI “busca con afán conservar el tren de la Iglesia en el camino de la tradición”.

Él ha precisado que en realidad el pontífice no “conserva, sino más bien conduce la locomotora de la Iglesia sobre esta vía”.

Esta precisión es de vital importancia: el autor del libro incluye una afirmación de Benedicto XVI realizada en el discurso del 22 de diciembre de 2005, en el cual el Papa expresó la opinión de “que en el Concilio Vaticano II ha habido una ruptura con todo lo que lo precedía”.

Para el arzobispo Marchetto y los que sostienen su tesis, entre los que se encuentran historiadores italianos y americanos, la palabra clave para describir el significado del Concilio Vaticano II es un término introducido en todas las lenguas contemporáneas: “actualización”.

Y añade: “Es aquí donde se refleja la originalidad, el sentido y el objetivo principal de todo Concilio, de conjugar lo nuevo y lo antiguo, tradición y apertura a la novedad, o, si se quiere, encarnación de la novedad”.

Durante el encuentro, el arzobispo expresó la esperanza de que su libro “contribuya a ofrecer una mirada positiva a la historia de la Iglesia católica y del Concilio Vaticano II”.

Además, se mostró convencido de que una reflexión teológica sobre los documentos del Concilio por parte de los pensadores ortodoxos puede ofrecer una contribución a la preparación del Concilio Panortodoxo.

Una de las tareas del Concilio Vaticano II ha sido la de “mirar con benevolencia al mundo”, prosigue monseñor Marchetto, pero esto no significa “conformarse al mundo”.

Por eso, “la labor del Concilio puede ser considerada un intento profético de socorrer a la humanidad en su situación actual”.

“Estoy convencido -afirma- de que el Concilio Vaticano II ha sido una gracia, que nos ayuda a orientarnos en situaciones muy difíciles del mundo secularizado”, observando que “en el desafío del secularismo hoy están llamados a responder los cristianos de las diversas confesiones”.

Respondiendo a una pregunta del histórico profesor Anatolij Krasikov, que estuvo presente en el Concilio Vaticano II como periodista, el arzobispo Marchetto reveló que este Concilio puede ser también entendido como un “intento de volver a la Iglesia de los orígenes”, de destacar la evidente continuidad con la Iglesia del primer milenio.

Sobre la relación con los ortodoxos, monseñor Marchetto precisó que considera muy cercanos el Concilio local de la Iglesia ortodoxa rusa de 1917-1918 y el gran Concilio Vaticano II, a pesar de que los separa más de medio siglo.

En este sentido, destacó que “en realidad, su espíritu y algunos temas y propuestas coinciden”.

El autor también dijo que considera muy importante la presencia de la Iglesia ortodoxa rusa en el Concilio Vaticano II.

En el texto del epílogo, se cita al Observador de la Iglesia ortodoxa rusa en el Concilio Vaticano II, el padre Vitalij Borovoj.

Sobre él, monseñor Marchetto habló también en la presentación, recordando que el padre Vitalij había “dado un juicio entusiasta del Concilio Vaticano II, diciendo que la Iglesia católica nos había pasado permaneciendo unida”.

Aleksej Judin, profesor de la Universidad Humanística Rusa, especialista en historia de la Iglesia católica, destacó en cambio que el aislamiento intelectual del periodo soviético ha contribuido al refuerzo, en Rusia, de una percepción “mitológica” del Concilio Vaticano II exactamente como revolución, lucha, en la que “los buenos han adelantado a los cautivos”.

En un congreso ortodoxo, la escritora Elena Čudinova ha dicho: “Con el ejemplo de Occidente, vemos cómo la Iglesia ha empezado a correr tras el mundo. A este occidente ha sido conducido por el Concilio Vaticano II, que ha privado prácticamente de sentido lo misionero, diciendo que todas las religiones son igualmente verdaderas”.

www.apologeticacatolica.org

domingo, 1 de diciembre de 2013

“Un Concilio también puede cometer errores”




Respuesta a las críticas de “Avvenire” y de “L’Osservatore Romano”

por Roberto de Mattei

El discurso de Benedicto XVI a la curia romana, el 22 de diciembre del 2005, ha abierto un debate sobre el Concilio Vaticano II del que son expresiones recientes los libros de mons. Brunero Gherardini y el importante congreso de los Franciscanos de la Inmaculada, desarrollado en Roma del 16 al 18 de diciembre del 2010, aparte de mi estudio, “El Concilio Vaticano II. Una historia jamás escrita” (Lindau, Turín 2010).

La invitación del Papa a interpretar los documentos del Vaticano II según una “hermenéutica de la continuidad” de hecho ha dado un decisivo estímulo para el debate sobre el Concilio de manera diferente a como lo ha hecho la “escuela de Bolonia", que lo ha presentado en términos de fractura y discontinuidad con dos milenios de tradición de la Iglesia.

Habría esperado que nuestros aportes, movidos únicamente por un sincero deseo de responder al llamado del Santo Padre, fueran acogidos si no con entusiasmo, al menos con interés, que fueran científicamente discutidos y no rechazados a priori. En lo que respecta a mi libro, por ejemplo, me habría esperado una seria discusión histórica en las revistas especializadas.


En cambio, en los diarios ligados a las instituciones católicas me responden Massimo Introvigne, integrante del Estudio legal Jacobacci Asociados, sociólogo de las minorías religiosas, hoy representante del gobierno italiano ante la OCSE, y el arzobispo Agostino Marchetto, 30 años de carrera diplomática sobre los hombros, y además, en primera fila por casi diez años en la defensa de los migrantes, los gitanos, clandestinos, como secretario para la pastoral de los migrantes.

Ni mons. Marchetto, ni el dr. Intovigne, a pesar de sus méritos eclesiásticos o profesionales, han tenido el tiempo de ir a bibliotecas o archivos históricos; ninguno de los dos es historiador de profesión. Y ambos, en sus artículos, publicados respectivamente en “Avvenire” del 1 de diciembre del 2010 y en “L’Osservatore Romano” del 14 de abril del 2011, rechazan mi libro desde un punto de vista histórico, sino ideológico.

Introvigne define mi libro “una auténtica suma de las tesis anticonciliaristas”, que “lamentablemente vuelve a proponer, una vez más, la hermenéutica de la ruptura que Benedicto XVI denuncia como dañosa". Marchetto, lo define una historia “ideológica", “de tendencia extremista", “polarizada y de parte” como la orquestada por la escuela de Bolonia, si bien de signo contrario.

La crítica de Marchetto e Introvigne parece tener una sola finalidad: cerrar anticipadamente el debate que Benedicto XVI ha abierto e invitado a desarrollar. […]

Yo creo, al contrario, que se puede discutir del Concilio Vaticano II, en el plano histórico, de la misma manera como han discutido siempre los historiadores de la Iglesia.

Dirigiéndose a ellos, en el 1889, León XIII escribía que “aquellos que la estudian no deben nunca perder de vista que ella encierra un conjunto de hechos dogmáticos, que se imponen a la fe, y que ninguno puede poner en duda […]. No obstante, ya que es la Iglesia, que prosigue en medio de los hombres la vida del Verbo Encarnado, se compone de un elemento divino y de un elemento humano, este último debe ser expuesto por maestros y estudiado por los discípulos con gran probidad. Como dice en el libro de Job: “¿Acaso Dios tiene necesidad de nuestras mentiras?” (Job 13, 7).

“El historiador de la Iglesia - prosigue León XIII - será más eficaz en hacer resaltar su origen divino, superior a todo concepto de orden puramente terrestre y natural, en la medida que más haya sido leal en no disimular nada de los sufrimientos que los errores de sus hijos, y a veces también de sus ministros, han causado en el curso de los siglos a esta Esposa de Cristo. Estudiada así, la historia de la Iglesia también por sí sola constituye una magnífica y convincente demostración de la verdad y de la discontinuidad del cristianismo".

La Iglesia es indefectible y sin embargo, en su parte humana, puede cometer errores y estos errores, estos sufrimientos, pueden ser provocados, dice León XIII, por sus hijos y también por sus ministros. Pero ello no disminuye la grandeza e indefectibilidad de la Iglesia. La Iglesia, dijo León XIII, abriendo a los estudiosos los archivos vaticanos, no teme la verdad.
 

Una verdad que el historiador busca en el plano de los hechos, mientras el teólogo la busca en el de los principios: pero no existe una verdad histórica que se pueda oponer a una verdad teológica. Hay una única verdad, que es Cristo mismo, fundador y cabeza del Cuerpo Místico que es la Iglesia; y la verdad sobre la Iglesia es la verdad sobre Cristo y de Cristo, en el encuentro con Él, que es siempre el mismo, ayer, hoy y siempre.

Mi libro nace de un profundo amor a la Iglesia, a su magisterio y a sus instituciones, “in primis” al papado. Y mi amor por el papado quiere ser tan grande que no se detenga en el actual Papa, Benedicto XVI, a quien me siento profundamente ligado, sino que busca detrás del hombre la institución que él representa. Es un amor que quiere abrazar con este Papa a todos los Papas en su continuidad histórica e ideal, porque el Papa para un católico no es un hombre, es una institución de más de dos milenios; no es aquel Papa, sino el papado, es la serie ininterrumpida de los vicarios de Cristo, desde san Pedro a pontífice reinante. 


Y bien, no hay mejor modo de expresar la propia adhesión al Papa y a la Iglesia que el de servir, en todos los campos, a la verdad, porque no existe ninguna verdad, histórica, científica, política, filosófica que pueda jamás ser impugnada contra la Iglesia.

No debemos, pues, temer decir la verdad sobre el Concilio Vaticano II, vigésimo primero de la historia de la Iglesia. Subrayo esto, “vigésimo primero". El Concilio Vaticano II no fue ni el primero ni el último Concilio en la historia de la Iglesia: fue un punto, fue un momento de la historia de la Iglesia.

En la historia de la Iglesia ha habido veintiún Concilios, hoy considerados ecuménicos. Algunos de estos Concilios son inolvidables: el primero, el de Nicea, que definió nuestro “Credo", luego el Concilio de Trento, el Concilio Vaticano I. Hoy se olvidan otros Concilios, lo que no significa que no hayan sido Concilios auténticos, supremas expresiones del magisterio de la Iglesia.


Pero un Concilio entra en la historia por los documentos que produce. En el siglo XVI hubo dos Concilios: el V Concilio Lateranense (1512-1517) y el Concilio de Trento. La única definición dogmática del quinto Concilio Lateranense fue aquella según la cual el alma humana individual es inmortal; el Lateranense fue bajo ciertos aspectos un Concilio fallido: porque no consiguió lanzar la gran reforma de la que tenía necesidad la Iglesia, y tampoco pudo prever y detener la pseudo-reforma que estalló, con las 95 tesis de Lutero, precisamente en el año en el que el Concilio se concluía. Todos recuerdan el gran Concilio de Trento; pocos recuerdan el V Concilio Lateranense; quizá se recuerde el IV Concilio, que definió que “fuera de la Iglesia católica no hay salvación": una verdad que entró a ser parte de la infalible Tradición de la Iglesia.

Los Concilios pueden promulgar dogmas, verdades, decretos, cánones, que son emanados del Concilio, pero que no son el Concilio. Mientras el dogma formula una verdad, que una vez formulada trasciende - por decir así - la historia, los Concilios nacen y mueren en la historia. El Concilio es diferente a sus decisiones. Las decisiones del concilio si son infaliblemente promulgadas entran a ser parte de la Tradición.
 


Ningún Concilio, ni siquiera el de Trento o el Vaticano I, y menos aún el Vaticano II, es más que la Tradición. Benedicto afirma que los documentos del Concilio Vaticano II se deben leer en su continuidad con la Tradición de la Iglesia. La Tradición no es un evento, no es una parte, es el todo. La Tradición es como la Sagrada Escritura: una fuente de Revelación, divinamente asistida por el Espíritu Santo.

Es carente de sentido lógico, antes que teológico querer oponer, como hacen algunos, la Tradición y el magisterio llamado “viviente", como si la Tradición fuese el pasado y el Magisterio viviente fuese el presente. La Tradición es el magisterio presente, pasado y, podríamos decir, futuro.

El magisterio de la Iglesia no es el fruto de la voluntad definitoria del Papa y de los obispos, sino que depende, y no puede ser separado de la Tradición. Antes del Magisterio de la Iglesia está la Tradición, antes de la Tradición está la Revelación y antes de la Revelación el Revelador, que es Cristo.

Se me ha echado en cara que descuido los documentos del Concilio o que los interpreto en clave de discontinuidad con la Tradición de la Iglesia. No es verdad ni la primera ni la segunda afirmación. La interpretación de los documentos del Concilio no me toca ni a mí ni a ningún aspirante a intérprete del Concilio, sino le toca al magisterio de la Iglesia, y al magisterio me atengo yo. Lo que yo narro son los hechos, lo que reconstruyo es el contexto histórico en el que aquellos documentos vieron la luz.

Y afirmo que los hechos, el evento, el contexto histórico, tuvieron un influjo en la historia de la Iglesia no menor del magisterio conciliar y postconciliar: se pusieron ellos mismos como magisterio paralelo, condicionando los hechos.

Afirmo que en el plano histórico el post-Concilio no se puede explicar sin el Concilio, así como el Concilio no se puede explicar sin el pre-Concilio, porque en la historia cada efecto tiene una causa y lo que ocurre se encuadra en un proceso, que frecuentemente es inclusive plurisecular y toca no sólo el campo de las ideas, sino el de la mentalidad y las costumbres.

No niego con ello la suprema autoridad del Concilio y la autenticidad y validez de sus actos. Pero ello no significa infalibilidad. La Iglesia es ciertamente infalible, pero no son infalibles todas las expresiones de sus representantes, incluso los supremos; y no es necesariamente ni santo, ni infalible un Concilio: porque si es verdad que el Espíritu Santo no deja nunca de asistirlo es también verdad que es necesario corresponder a la gracia del Espíritu Santo, que no produce automáticamente ni santidad, ni infalibilidad. Si es verdad que todo Concilio puede ejercitar, en unión con el Papa, un magisterio infalible, un Concilio puede también renunciar a ejercitar ese magisterio, para ponerse en un plano totalmente pastoral y, en este plano, cometer errores como sucede, según me parece, cuando el Concilio Vaticano II omite condenar el comunismo.

El Concilio Vaticano II, no lo olvidemos, no fue un Concilio dogmático, sino pastoral, lo que no significa que estuvo privado de magisterio, sino que su magisterio puede ser considerado definitivo e infalible sólo cuando repropone, y explicita, como frecuentemente lo hace, verdades ya definidas por el magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia.

 


Pero el problema que a mí me interesa no es la discusión sobre los textos del Concilio; dejo esta exégesis a los teólogos, y ante todo al Papa. El problema que me interesa, como miembro de la Iglesia, es entender las raíces históricas de la crisis que atravesamos. Raíces remotas, porque la crisis que atravesamos es plurisecular, pero también cercana, porque la crisis, actual se remonta antes que al sesenta y ocho, a la época del Concilio Vaticano II, que no son necesariamente los 16 documentos que son sus conclusiones, sino las palabras, los gestos, las omisiones, durante y después del Concilio, de los padres conciliares y, por otra parte, el magisterio paralelo, sobre todo mediático, que se colocó junto al magisterio auténtico del Papa y de los obispos. Y como no se puede separar el post-Concilio del Concilio, igualmente no se puede separar el Concilio del pre-Concilio, porque la crisis no nace el 11 de octubre de 1962, cuando el Concilio se abrió, sino que fermenta en los pontificados anteriores, incluido el de Pío XII.

Se me acusa de estar contra Pío XII, hacia el quien tengo suma admiración, sobre todo por cuanto se refiere a su monumental “corpus” doctrinal. Pero no soy el postulador de su causa de beatificación, soy un historiador y como tal no puedo negar que Pío XII haya sufrido por parte de ciertos colaboradores suyos una influencia negativa en algunos campos, como el litúrgico o exegético. No se puede negar que su encíclica “Humani generis", que considero un documento excelente, sea carente de la fuerza teorética y práctica de la “Pascendi” de san Pío X. Podemos decirlo y permanecer infatigables defensores del primado romano y grandes admiradores de Pío XII, porque la Iglesia no tiene miedo de la verdad y el amor a la verdad nace de la santa libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21). De otro modo no comprenderíamos la vida tempestuosa de la Iglesia en el curso de los siglos hasta nuestros días.

No hay tempestad, mediática o cruenta, que nos asuste, porque la Iglesia está siempre de pie en las tempestades: las herejías, los escándalos, las revoluciones no la han sacudido ni han detenido su marcha en la historia.

Y un gran historiador de la Iglesia que no tuvo temor de decir la verdad, Ludwig von Pastor, escribe como conclusión de su “Historia de los Papas", estas las palabras que hago mías:

“La roca de Pedro supera las tempestades de todos los siglos. El hecho más grande, más inconcebible en la historia de la Iglesia de Cristo es que las edades de su más profunda humillación son al mismo tiempo las de su más grande energía y fuerza invencible, que muerte y tumba no son para ella signos del fin, sino símbolos de la resurrección, que las catacumbas de la edad primitiva como las persecuciones anticristianas de la edad contemporánea no pueden redundar para ella sino en gloria. […] Cristo, de hecho, camina aún hoy con Pedro sobre las olas oscilantes y por tanto vale también para los sucesores éste la siguiente palabra: ‘tu es Petrus et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam, et portae inferi non praevalebunt adversum eam’”.

Roma, 5 de mayo de 2011

Fuente: Secretum meum mihi

miércoles, 27 de noviembre de 2013

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Los obispos
















Una petición a la Congregación de Obispos


Por el P. José Antonio Fortea


En este blog en vano buscaréis críticas a los sacerdotes. Para que un sacerdote o una monja reciba una censura en mis líneas, realmente habrá tenido que atacar a la jerarquía de forma abierta y continuada durante años.

Pues si no les critico a ellos, mucho menos a los obispos, que para mí son personas sagradas. Ahora bien, eso no me impide ver las carencias objetivas de algunos de ellos. Las veo, pero me callo.

Pero cuando hoy he visto en las noticias a todos los obispos españoles reunidos en la Conferencia Episcopal, me han entrado ganas de llorar. Os lo aseguro. No estoy exagerando.

Les veo y no veo en ellos graves pecados, no veo en sus almas lacras morales. Veo hombres honestos, entregados al servicio de la Iglesia, con muchos años de estudios teológicos, trabajadores hasta la extenuación, clérigos prudentes con experiencia de gobierno.

Pero me ha entrado una tristeza tan grande al pensar en Roma. Esa Roma a la que amo. ¡Qué gran responsabilidad en las personas de la Congregación de Obispos, para tener que escoger a los candidatos de entre los cuales saldrán los futuros obispos!

¡Qué diferencia entre lo que querría Dios y la realidad! Un obispo debería ser un santo vivo, una imagen perfecta del pastor de almas, un pozo de sabiduría, un consagrado de altísima vida espiritual.

Por favor, si alguien en Roma está leyendo este post, estas humildes líneas, que se tome muy en serio esto que digo y lo hable con alguien. No están escogiendo a malos obispos. Pero para esos cargos deberían buscar a las perlas más selectas, a las gemas más impresionantes de la nueva creación que es el cristianismo. Por favor, por favor, no se trata de mantener, de conservar. Se trata de incendiar el mundo entero con el fuego de las palabras del Evangelio.

Esos diamantes existen, pero hay que buscarlos. Porque, desgraciadamente, muchas veces están en las profundidades. ¿Por qué están en las profundidades de la pastoral? Porque los iguales escogen a sus iguales.

Orad, orad para que se produzca no una mejora en la Congregación de Obispos, sino una verdadera revolución. Y que cada obispo que se nombre sea un nuevo Atanasio, un nuevo Crisóstomo, un nuevo Agustín, un nuevo Ligorio.



Tomado del Blog del Padre Fortea

http://blogdelpadrefortea.blogspot.com.ar/2013/11/una-peticion-la-congregacion-de-obispos.html

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Oración a San Miguel Arcángel




Tomado de "Foros de la Virgen María"

San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Se nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio. ¡Reprímele Dios! pedimos suplicantes. Y tú ¡oh Príncipe de la milicia celestial!, arroja al infierno con el divino poder a Satanás y a todos los espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén. Glorioso San Miguel Arcángel protégenos.”  

Es una oración que fue hecha por el Papa León XIII después de algún tipo de experiencia mística en la que se le dio el Sumo Pontífice a entender que Satanás estaba en un período especial de agresión. Fue entonces que la oración fue creada, y en 1886 León XIII ordenó que se dijera en la conclusión de la misa, lo que se hizo hasta la década fatídica de 1960, cuando un torrente del mal de repente se vierte en el mundo.
En 1964, en la primera oleada de cambios del post-Vaticano II – en lo que se conoce como la Prima Instructio – esta invocación magnífica y potente en que se pide que el arcángel arroje del cielo a Lucifer fue retirada de la Misa rezada en la Iglesia Católica junto con una lectura de un último Evangelio.

Desde ese momento, ¿qué hemos visto? Sacerdotes que han abandonado el sacerdocio. Bancos que quedaron vacios. Y ahora, el escándalo. Toda la sociedad, el cristianismo y en particular el segmento católico, se ha convertido en el foco de desdén en una cultura que se abrió a las legiones infernales. La eliminación de la oración – junto con la eliminación casi total del exorcismo – permite el influjo de mal. En 1972, hablando a raíz del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI dijo que “el humo de Satanás ha entrado por alguna fisura en el templo de Dios.”
Fue en 1964 que la nueva norma se aprobó, y en 1968 que la nueva liturgia, menos la oración, fue autorizada.

¿Qué más pasó en ese período específico?
Nuestros jóvenes desviados. El coro fue reemplazado por las bandas de rock. Los sacerdotes fueron marginados. Incluso hay canciones dedicadas al diablo sonando en las radios. La televisión sustituyó a la majestad de la religión. Sexo libre. Drogas. Aborto. En lugar de oración pública ahora había blasfemia pública. En la misma ventana cronológica de la eliminación de la oración de a San Miguel, se levantó la primera Iglesia de Satanás (1966) en los EE.UU. y la Biblia satánica tres años más tarde.

Era en contra de esas cosas que la oración era potente, como era la práctica de la liberación, algo que Jesús les había mandado. La mayoría de los exorcismos fueron sacados de los ritos bautismales, y la Iglesia eliminó la orden menor de “exorcistas” (hombres jóvenes viajaban en el camino al sacerdocio). El exorcismo se hizo raro, al mismo tiempo que el diablo se convirtió en dominante.

Nuestro actual Papa está tratando de frenar esta marea, y al menos en dos ocasiones, en 1982 y el 7 de septiembre de 2000, dirigió personalmente los exorcismos. Estuvo acompañado por el padre Gabriel Amorth, el exorcista oficial de Roma, que dice:
“Creo que fue un error haber eliminado, sin un sustituto adecuado, la oración a San Miguel Arcángel que se solía recitar después de cada misa Estoy convencido de que permitir que el ministerio del exorcismo muera es una deficiencia imperdonable que se ha establecido de lleno en la puerta de los obispos. Cada diócesis debe tener al menos un exorcista en la catedral, y cada parroquia y santuario grande deberían tener uno también. Hoy el exorcista es visto como una rareza, casi imposible de encontrar. Su actividad, por otro lado, tiene un valor pastoral indispensable, tan valiosa como la del predicador, el confesor, y los que administran los sacramentos. La jerarquía católica tiene que hacer una contundente mea culpa. Conozco personalmente a muchos obispos italianos,.. Yo sé de los pocos que han practicado o asistido alguna vez a un exorcismo, y también quienes están bien conscientes de este problema.”

Es hora de traer de vuelta a San Miguel. El mal no puede estar en su presencia, la situación es cada vez mayor grave -. Como se vio el 11 de septiembre cuando el humo del World Trade Center formó una imagen demoníaca.

“San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Se nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio. ¡Reprímele Dios! pedimos suplicantes. Y tú ¡oh Príncipe de la milicia celestial!, arroja al infierno con el divino poder a Satanás y a todos los espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén. Glorioso San Miguel Arcángel protégenos.”  

Fuentes: SdeT, Michael H. Brown para Spirit Daily