miércoles, 17 de junio de 2020

BREVE EXPLICACIÓN DE LA SANTA MISA


Aclaración: Si bien estas consideraciones, fueron escritas para seguir la Santa Misa "de Siempre", celebrada según el Misal Tridentino, están cargadas de piedad y de la doctrina perenne de la Santa Madre Iglesia. Salvo por algunos detalles,  nada impide  que pueda usarse sin mayor inconveniente como preparación para la llamada Forma Ordinaria del Rito Latino. Seguramente, será muy útil para aumentar la devoción, el fervor y comprender mejor el Santo Sacrificio de la Misa. 
Estos párrafos, no pretendían ser una explicación muy al detalle de las rúbricas, si no que, más bien eran una guía para la oración. Es por ello que, más allá del Rito al que se esté acostumbrado, estoy seguro, que este texto transcripto, hará mucho bien a quienes asistan a la Santa Misa.  
                                                                                             Nichán

     

El sacerdote empieza con la señal de la cruz, principio de todas las obras del cristiano. Después dice alternando con el monaguillo la antífona Introibo ad altare Dei (Subiré al altar de Dios) y todo el salmo 42, en que con reverencia humilde y confiada se expresan los sentimientos de deseo, esperanza y temor del alma en presencia de Dios.

Luego, rezará el Confíteor (Yo confieso) con el que el sacerdote hace pública declaración de sus faltas, al que le responden por boca del monaguillo, todos los asistentes con la expresión de los mismos sentimientos de confesión y de súplica.

Seguidamente el acólito, recitará el Confíteor (Yo confieso) en el que están representados los fieles.

El sacerdote sube al altar; pero como lleno de un santo temor a medida que va subiendo, como Moisés al subir el Sinaí, siente que aquel pavimento es santo, y recita dos breves oraciones llenas de humildad.

Ahora, el celebrante irá hasta el misal, y haciendo la señal de la cruz, leerá el Introito. Este es un versículo de un salmo y su antifona, que antiguamente se cantaba mientras el sacerdote entraba en el templo para celebrar la Misa. De ahí su nombre.


A continuación se recitan los Kyries, que son una exclamación de dolor, pero a la vez están llenos de confianza en la Divina Misericordia. Constituyen una forma muy compendiada, un diminuto vestigio de la antigüa letanía en la cual iban comprendidas súplicas para todas las necesidades de la Iglesia.

En las Fiestas sigue el rezo del Gloria. Sus primeras palabras fueron bajadas del Cielo y cantadas por los ángeles en el nacimiento del Salvador. El resto es como un desarrollo de esa introducción. Demos a Dios la gloria que le es debida, pidámosle la paz que no puede dar el mundo, y que aquellos ángeles anunciaron a la tierra.

El celebrante reza la Oración Colecta. Esta parte de la Misa es así llamada por ser una oración hecha en nombre de todos los fieles reunidos y el compendio de todas sus peticiones.  Se termina en nombre de Jesucristo, para mostrar que no tenemos acceso cerca de Dios sino por Aquel que tomó sobre sus hombros el peso de nuestros pecados.

Siguen las lecturas. En primer lugar la Epístola. Las epístolas, así como las oraciones, varían frecuentemente. Están tomadas de las Cartas de los Apóstoles o del Apocalipsis, algunas veces de los Hechos de los Apóstoles o del Antiguo Testamento. En los primeros tiempos, se recitaban muchas otras lecturas, como sucede actualmente en algunas Misas de Vigilia de Fiestas Solemnes.

En segundo lugar, se recitará el Gradual. Se llama así el salmo que sigue a la lectura de la epístola, porque se cantaba antiguamente en las gradas del lugar donde se habían leído las Escrituras. Suele ser el que exprese mejor el pensamiento principal de la lectura, a fin de que los fieles la graben más fácilmente en su memoria y hagan de ella la inspiración de sus meditaciones.

A continuación vendrá el Aleluya. Es una expresión de alegría que resuena sin cesar en el Cielo, como dice el Apóstol San Juan. Por eso, la Iglesia lo recita al principio del gozo con el que exclama al acercarse la lectura del Evangelio. Las palabras que acompañan esta exclamación, nos preparan para escuchar lo que el mismo Jesucristo va anunciarnos y nos enseñan la aplicación que debemos hacer de sus palabras a nuestras propias vidas.

En los días consagrados a la penitencia o el dolor, no canta la Iglesia el Aleluya. Solo nos invita a escuchar en un Tracto sus acentos de duelo.

Finalmente, no son ya los Profetas ni los Apóstoles quienes nos enseñarán: el Señor mismo es quien va hablar en el Evangelio. Levantémonos y mostremos nuestra disposición para seguir a Jesús. Marquemos nuestra frente, labios y nuestro corazón con la señal de la Cruz. Esta señal fortalezca nuestra mente y la arme contra los respetos humanos. Santifique nuestros labios comunicándoles la sabiduría y la Verdad. Purifique nuestro corazón y le de vigor contra las seducciones del mundo y del infierno.


El Credo se compone de tres partes distintas. La primera se refiere al Padre y las obras de la Creación. La segunda al Hijo y las obras de la Redención. La tercera, al Espíritu Santo y las obras de la Santificación. Al mandarlo rezar la Iglesia inmediatamente después del Evangelio, quiere que hagamos profesión de creer todas las verdades que encierra, y nos preparemos a la inmolación del Cordero con el sacrificio del espíritu y del corazón a las verdades que Dios ha revelado.

La antífona del Ofertorio es, a veces una oración otras una alabanza y no pocas veces una enseñanza. Recuerda la antigua costumbre que tenían los cristianos de llevar sus ofrendas al altar. Este pensamiento está enunciado según el espíritu de la festividad que celebra la Iglesia. Tratemos de comprenderlo, para unirnos más plenamente al Sacrificio de la Misa.

La ofrenda más agradable que podemos ofrecer a Dios, es la de nuestros corazones contritos y humillados. Unámoslos a la hostia que va a convertirse en el Cuerpo de Jesús. Así  quedarán consumidos por el fuego del holocausto, nuestros afectos terrenos y perdonados nuestros pecados por los méritos de la Víctima inmaculada.

En el ofrecimiento del pan, el sacerdote habla en su propio nombre. Pero al ofrecer el cáliz, habla también en el nombre del pueblo que está representado en el agua mezclada con vino. Pidamos que el precio de nuestro rescate, que dentro de poco se pondrá en el cáliz, sea aplicado en favor nuestro y de aquellos por quienes tenemos que rezar.

En este momento, ya todo está preparado para el Sacrificio, pero la conversión de las ofrendas no puede hacerse sin la intervención del Espíritu Santificador. A Él corresponde producir el cuerpo de Jesucristo en el altar, como lo formó en el seno de María. A Él le toca "destruir" y transformar, con su omnipotencia, la substancia del pan y del vino. Pidámosle que destruya también con el fuego de su amor todo egoísmo en nuestros corazones.

Antiguamente, el sacerdote, después de recibidas las ofrendas de los fieles, se lavaba las manos. Ahora, esta ceremonia nos enseña que nuestra vida y nuestras obras deben ser muy puras si queremos acercarnos dignamente al Señor. Para ayudarnos a comprender mejor, el sacerdote la acompaña rezando algunos versículos del salmo 25.

El sacerdote ha ofrecido ya separadamente el pan, el vino y el corazón de los fieles. Ahora lo ofrece todo de una manera general. Junta las manos sobre el altar en señal de unión con Jesucristo, y después de haber hecho la oblación particular al Padre y al Espíritu Santo, en este momento invoca a la Trinidad.

El sacerdote se vuelve a los asistentes, extiende las manos y las junta otra vez, insistiendo con el gesto y las palabras sobre la recomendación, que va hacer a los fieles, de rezar con insistencia.

La Secreta (oración sobre la Ofrenda), es una oración que el sacerdote dice en voz baja y en la cual expone al Señor sus necesidades y las de los asistentes. En ella le pide que reciba los dones presentes sobre el altar.

Terminados los preparativos del Sacrificio, el sacerdote, levanta la voz para pedir a los fieles que levanten sus corazones hasta Dios. Está próximo el momento en que el mismo Señor va aparecer verdaderamente entre ellos. Desprendamos nuestro espíritu y nuestro corazón de nuestras preocupaciones y alcémoslo hasta el Cielo, a fin de entrar mejor en los sentimientos de los ángeles y poder cantar con ellos el himno del Sanctus (Santo).

El Canon  es la regla invariable de las oraciones y las ceremonias que preceden y siguen a la Consagración. Lo que una vez, hizo Jesús en el Calvario, todos los días lo continúa en el Cielo, donde se ofrece por nosotros al Padre, de una manera misteriosa y en nuestros altares, donde se hace presente en medio de nosotros. Lo que el Divino Redentor hizo tomando el Pan, bendiciéndolo y dando gracias, esto hace el sacerdote como Él, con Él y por Él. Pongamos atención, sigamos al Ministro del Señor que habla por nosotros. Pidamos las gracias de que tenemos necesidad, con gran confianza de alcanzarlas. ¿Puede Dios, que nos ha dado a su Hijo, rehusarnos cosa alguna, si se la pedimos con Fe?

El sacerdote extiende las manos sobre la hostia y el cáliz. Este gesto, nos recuerda que merecimos la muerte, y que por Misericordia de Dios, podemos ofrecer en nuestro lugar a Jesús. Pidamos con confianza el perdón de nuestros pecados y la Vida eterna. Consagrémonos al servicio del Señor, cómo Él se sacrifica por nuestra salvación.

Se acerca el momento en que van abrirse los cielos, miles de ángeles se agrupan en torno al altar y el sacerdote bendice el pan y el vino, que van a convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Demos gracias a Dios y contemplemos este gran Misterio.

Luego de la elevación del cáliz, todo queda consumado en el altar como en otro tiempo en la Cruz. Las alturas del Cielo se han acercado a nosotros. El Justo ha bajado, la tierra ha recibido al Salvador. El Señor está con nosotros y viene a colmarnos de bendiciones. Veámoslo en el altar.


Es justo que los fieles de la tierra que se han unido a los Santos del cielo, se unan también a las almas del Purgatorio. Así todos los Hijos de Dios, los que han triunfado, los que aún están peregrinando o purgando, se hacen partícipes del fruto y los méritos de la Sangre del Cordero.

Al decir Por nosotros pecadores, el sacerdote levanta un poco la voz, para advertir a los fieles a que se unan de una manera especial a la oración que se hace por ellos. Al mismo tiempo, se da un pequeño golpe en el pecho, indicando con esto, como el publicano, que confiesa nuestra indignidad. Vuelve en seguida al misterioso silencio del Canon.

Al final, el sacerdote alza un poco la Hostia y el Caliz, y los ofrece al Eterno Padre.

Con una breve introducción, el celebrante invita a rezar el Pater noster (Padre nuestro). Nada mejor para disponer las almas para la participación de los Sagrados Misterios, que esta oración bien meditada rezada con calma. Pongámonos a los pies del Señor,  al contemplar sus sufrimientos en la Cruz, con compasión como la Magdalena, con amor filial como San Juan y con arrepentimiento de nuestros pecados como San Pedro.

Continúa, el sacerdote insistiendo sobre la última petición del Pater noster, sin cansarse de pedir que nos libre de todos los males y nos dé la paz.

La patena, destinada a recibir el Cuerpo de Jesucristo es signo de la paz. El sacerdote la sostiene apoyada en el altar, y con ella levanta la Hostia del corporal. Imitando a Jesús, que partió el pan sagrado antes de distribuirlo a sus discípulos en la Última Cena, divide la Hostia en tres partes. La más pequeña de las cuales va a dejar caer dentro del Cáliz. Con estos gestos, recordará la separación del cuerpo y el alma del Señor en su Muerte y la Resurrección en que volvieron a unirse.

Dios, tan glorioso y tan poderoso, es aquí un Cordero manso y bondadoso que viene a quitar los pecados del mundo y a darnos su paz.

Los fieles que se propongan comulgar, pueden llenarse de los sentimientos de las oraciones que el sacerdote debe decir para si antes de hacer su Comunión.

No es posible meditar la necesidad que tenemos de unirnos a Dios, sin dejar de comprender con humildad la distancia infinita que hay entre el Creador y Redentor y la criatura redimida.

Con la Comunión del Sacerdote, se perfeccionará realmente el Sacrificio de la Misa, que no es otra cosa que la renovación incruenta del mismo Sacrificio de la Cruz.


Este será el momento más oportuno, y más conforme al espíritu de la Liturgia, para la Comunión diaria que Nuestro Señor desea y que la Iglesia recomienda. Pero si no pudiésemos comulgar, es el momento de hacer una Comunión espiritual.

Luego de la purificación del cáliz, el celebrante leerá la antífona de la Comunión. Esta oración es considerada como un himno de acción de gracias. Un medio de mantener vivos los sentimientos que la presencia de Jesucristo debe inundar nuestras almas. Las palabras de esta oración son expresivas y su meditación son alegría para un corazón que ama a su Dios.


Esforcémonos en ofrecer al Señor sacrificio por sacrificio. Como Él se ha inmolado por nosotros, seamos víctima de su amor, sacrificándole todas las delicadezas y el amor propio, todas las inclinaciones naturales, y también todos nuestros defectos.

La oración de Postcomunión es la acción de gracias propiamente y es de la misma naturaleza que la Colecta y la oración Secreta.

Finalmente, el sacerdote dice a los fieles: Ite, Missa est. Ha llegado el tiempo de caminar hacia la Patria Celestial soportando las fatigas, penas y trabajos del viaje. Desde ahora serán fuertes contra el mundo, el demonio y sus malas inclinaciones.

La oración Placeat (Te sea agradable) que sigue, es una especie de recapitulación de todo lo que acaba de pasar, y una nueva instancia pidiendo a Dios la conservación de los frutos de tan gran Misterio.

En las Misas que no sean de Requiem ( por los Difuntos), el sacerdote bendice a los asistentes. Comienza por besar el altar, como para recoger el tesoro de gracias que les va a desear. Levanta las manos y los ojos al cielo, como para atraer las bendiciones del altar sublime donde el Cordero sacrificado intercede por nosotros. Junta las manos en señal de estar ya en posesión de las gracias que ha pedido. Se inclina ante el crucifijo, fuente de todos los bienes que va a derramar, y volviéndose hacia los fieles, y hace sobre ellos el signo de la Redención.

En otro tiempo, llevaban los cristianos en el pecho, junto al corazón el principio del Evangelio de San Juan. Querían que junto con su cuerpo se depositara en el sepulcro. Lo rezaban en los peligros y pedían que se les leyese en las enfermedades. Esta devoción, los movía a hacerlo recitar todos los días después de la Misa. Bien pronto llegó a ser una ley, lo que en un principio era una sana costumbre. La Iglesia dispuso que se leyera antes de separarse el sacerdote del altar. Meditemos con cuidado los misterios inefables que en él se encierran.


Texto tomado y adaptado del "Manual de Piedad", P. Francisco Bartilla C.M.F., Editorial Steinbrener, 1931


2 comentarios:

Padre Carlos Tau dijo...

Muchas gracias, Nichán, por tu testimonio de fe y de amor a la Sagrada Eucaristía.


Padre Carlos Taubenschlag

+Nichán+ dijo...

Gracias Padre! Solo puedo hacer mía aquella frase: "Siervos inútiles somos!" A.M.D.G.